María de los Ángeles Rubio
La cuna de sus pensamientos se encontraba
en un lugar apartado del plano físico, en memorias enterradas y en vidas que
nunca existieron. Era Lydia, la joven de mirada distante en los tiempos
modernos, con tez blanca y cabello oscuro.
Aquel día de septiembre, entraba por
primera vez a la biblioteca de su universidad desde hacía meses, no es que
extrañara ver sus paredes de hospital, ni sus cuadros tétricos, ni su silencio
sepulcral. Había perdido la costumbre de leer hasta que su último confidente
decidió alejarse. Acostumbraba, sin embargo, a llevar un libro en su bolso, por
si se aburría de la realidad.
Era gris, todo era gris en su pequeño
mundo, lo encontraba más elegante, poético, miserable. Llegó a ese sórdido
lugar por designio del destino, no es que Lydia creyera en eso, o en algo en
absoluto, pero evitaba toparse con otras dimensiones tangibles, además de que
hacía demasiado calor como para consentir sus recientes vicios, producto de la
ansiedad provocada por perder a su criatura fantástica, a su proyección de
ideales anclado a un ser mortal.
Muy acomodada en su esquina habitual,
busca en su bolso su libro de Kafka, se percata de que olvidó empacarlo. Mira a
su alrededor, caza, asecha, aunque hoy no está de ánimos para destruir la débil
consciencia de alguien más. La biblioteca está casi desolada, excepto por aquel
chico alto de rulos, que lee un libro conocido de Agatha Christie. Ella
disfrutaba más lo sublime de la melancolía y la locura, aquel lugar entre el
gran Poe y Goethe.
Lydia sabe lo que no tiene, su libro de
Kafka y su saco de ideales. Lo que sí tiene es un vacío, lo siente, algo le falta,
la fatalidad de lo inalcanzable, de lo irremediable, de lo inevitable: El futuro.
Harta ya de pensar, sobrecargada del aire pesado, sigue su camino hacia la
salida de la universidad y seguidamente
saca un cigarrillo.
Lydia siempre se creyó un poco paranoide,
pero esto se estaba saliendo de sus manos, sentía la terrible necesidad de huir
de aquel lugar, de todos los lugares, de sus ideas, de sí misma. Algún conocido
distrajo su cabeza por un rato.
Su siguiente clase no significaba nada
para ella, Lydia sentía una apatía total por su carrera, cualquiera que esta
fuere. “Nadie sabe nada de nada, algunos creen saber algo, y esos son los
verdaderos locos”, parafraseaba una cita de Poe, intentaba pensar en cómo iba exactamente, decía algo sobre una camisa de fuerza.
Transcurrió la cátedra de quién-sabe-qué,
como un mar de incongruencias y rumores lejanos, ella se sumerge en sus
pensamientos recurrentes, los anota en su pequeño cuaderno azul, parecido al
que alguna vez leyó. Los trazos de sus dibujos son cada vez más marcados, más
perturbadores, es otro viejo hábito que Lydia había olvidado.
Las conversaciones que entabla con los
taxistas regreso a casa suelen ser el punto más alto de su día. Alguien
perfectamente extraño, un simple ciudadano con simples preocupaciones
cotidianas. Qué envidia sentía Lydia, sin saber que no era tan diferente de
aquellos, de los normales.
La medianoche no la deja dormir, su cabeza
no se cansa de merodear en lo absurdo de la vida misma. A horas de la
madrugada, exactamente a las 3:30, Lydia se cansa de fingir que sueña, de
hecho, esa hora nunca la ha dejado dormir. Esta vez se levanta, decidida a
recuperar otro viejo hábito.
Cuando Lydia era una pequeña, apenas
iniciada en el mundo de lo fatal, escribía sobre criaturillas infernales
a esa misma hora. Solía creer que eran fantasmas de otros tiempos quienes
habitaban en su cabeza. -¡Qué ilusa!- Se ríe.
Lydia pensó
en lo extraño que es escucharse hablar frente al espejo, tenía algo de macabro,
de abismo. Ya la pequeña se había ido.
Lydia tomó su cuadernito azul, lo único
azul que quedaba en su mundo gris, y comenzó a escribir, divaga en los rincones
de su intelecto. Llegó a recordar a un tal Camus, y su ensayo que afirma que
quien se suicida, ha resuelto el mayor de los problemas en filosofía: ¿Vale la
pena o no, vivir?
Ciertamente, son unos pocos los que se
sientan a filosofar al momento de suicidarse, la gran mayoría lo hace por
apasionados o algún evento infortunado, pero Lydia estaba segura de que Camus
había planeado su muerte con un carro-bomba, no era un accidente como tanto
decían. Así que ella prendió su último cigarrillo, y lo supo.