miércoles, 17 de septiembre de 2014

VIEJOS HÁBITOS

María de los Ángeles Rubio

     La cuna de sus pensamientos se encontraba en un lugar apartado del plano físico, en memorias enterradas y en vidas que nunca existieron. Era Lydia, la joven de mirada distante en los tiempos modernos, con tez blanca y cabello oscuro.

     Aquel día de septiembre, entraba por primera vez a la biblioteca de su universidad desde hacía meses, no es que extrañara ver sus paredes de hospital, ni sus cuadros tétricos, ni su silencio sepulcral. Había perdido la costumbre de leer hasta que su último confidente decidió alejarse. Acostumbraba, sin embargo, a llevar un libro en su bolso, por si se aburría de la realidad.

     Era gris, todo era gris en su pequeño mundo, lo encontraba más elegante, poético, miserable. Llegó a ese sórdido lugar por designio del destino, no es que Lydia creyera en eso, o en algo en absoluto, pero evitaba toparse con otras dimensiones tangibles, además de que hacía demasiado calor como para consentir sus recientes vicios, producto de la ansiedad provocada por perder a su criatura fantástica, a su proyección de ideales anclado a un ser mortal.

     Muy acomodada en su esquina habitual, busca en su bolso su libro de Kafka, se percata de que olvidó empacarlo. Mira a su alrededor, caza, asecha, aunque hoy no está de ánimos para destruir la débil consciencia de alguien más. La biblioteca está casi desolada, excepto por aquel chico alto de rulos, que lee un libro conocido de Agatha Christie. Ella disfrutaba más lo sublime de la melancolía y la locura, aquel lugar entre el gran Poe y Goethe.

     Lydia sabe lo que no tiene, su libro de Kafka y su saco de ideales. Lo que sí tiene es un vacío, lo siente, algo le falta, la fatalidad de lo inalcanzable, de lo irremediable, de lo inevitable: El futuro. Harta ya de pensar, sobrecargada del aire pesado, sigue su camino hacia la salida de la universidad y  seguidamente saca un cigarrillo.

     Lydia siempre se creyó un poco paranoide, pero esto se estaba saliendo de sus manos, sentía la terrible necesidad de huir de aquel lugar, de todos los lugares, de sus ideas, de sí misma. Algún conocido distrajo su cabeza por un rato.

      Su siguiente clase no significaba nada para ella, Lydia sentía una apatía total por su carrera, cualquiera que esta fuere. “Nadie sabe nada de nada, algunos creen saber algo, y esos son los verdaderos locos”, parafraseaba una cita de Poe, intentaba pensar en cómo iba exactamente, decía algo sobre una camisa de fuerza.

     Transcurrió la cátedra de quién-sabe-qué, como un mar de incongruencias y rumores lejanos, ella se sumerge en sus pensamientos recurrentes, los anota en su pequeño cuaderno azul, parecido al que alguna vez leyó. Los trazos de sus dibujos son cada vez más marcados, más perturbadores, es otro viejo hábito que Lydia había olvidado.

     Las conversaciones que entabla con los taxistas regreso a casa suelen ser el punto más alto de su día. Alguien perfectamente extraño, un simple ciudadano con simples preocupaciones cotidianas. Qué envidia sentía Lydia, sin saber que no era tan diferente de aquellos, de los normales.

     La medianoche no la deja dormir, su cabeza no se cansa de merodear en lo absurdo de la vida misma. A horas de la madrugada, exactamente a las 3:30, Lydia se cansa de fingir que sueña, de hecho, esa hora nunca la ha dejado dormir. Esta vez se levanta, decidida a recuperar otro viejo hábito.

     Cuando Lydia era una pequeña, apenas iniciada en el mundo de lo fatal, escribía sobre criaturillas infernales a esa misma hora. Solía creer que eran fantasmas de otros tiempos quienes habitaban en su cabeza. -¡Qué ilusa!- Se ríe.
Lydia pensó en lo extraño que es escucharse hablar frente al espejo, tenía algo de macabro, de abismo. Ya la pequeña se había ido.

     Lydia tomó su cuadernito azul, lo único azul que quedaba en su mundo gris, y comenzó a escribir, divaga en los rincones de su intelecto. Llegó a recordar a un tal Camus, y su ensayo que afirma que quien se suicida, ha resuelto el mayor de los problemas en filosofía: ¿Vale la pena o no, vivir?



     Ciertamente, son unos pocos los que se sientan a filosofar al momento de suicidarse, la gran mayoría lo hace por apasionados o algún evento infortunado, pero Lydia estaba segura de que Camus había planeado su muerte con un carro-bomba, no era un accidente como tanto decían. Así que ella prendió su último cigarrillo, y lo supo.